Fue el seminarista Alfonso Cázares Cacho, quien en la plaza “Libertador Miguel Hidalgo y Costilla” de esta ciudad de Sahuayo, interpretó para los miles de sahuayenses apostados en dicho lugar el monologo “José Sánchez del Río”, en el que detalla de manera protagónica el martirio del joven sahuayense después de haber sido capturado por las tropas federales en la Guerra Cristera.

 

 

 

Quiero ser cristero!

 

José veía a los valientes cristeros que pasaban veloces en sus caballos por las calles de su pueblo, les oía gritar con gallardía: ¡Viva Cristo Rey!, ¡viva la Santísima Virgen de Guadalupe!, escuchaba los relatos que contaban los mayores sobre sus hazañas en el campo contra los perseguidores de Cristo. ¡Él también soñaba en irse con ellos para defender los derechos de Cristo Rey en su patria!

 

 

 

Pero había un problema: sus papás no se lo permitían debido a su corta edad. José no se desanimó, y tanto insistió que, después de escribir varias veces, con apenas 13 años logró que le permitieran enrolarse en las fuerzas cristeras que luchaban al mando del general Prudencio Mendoza, jefe de los cristeros de la zona de Cotija y sus alrededores.

 

A su mamá, que con razón se oponía a sus deseos de ir a la lucha, debido a su corta edad, José le respondía:

 

 

 

Mamá, nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo como ahora” .

 

El general Mendoza, viendo la resolución y ánimos de José por ser cristero, lo admitió finalmente en la tropa. Durante los primeros siete meses no le fue permitido usar aromas, pero sirvió como ayudante de los soldados cristeros. José era bastante apreciado en la tropa cristera porque desde el inicio se distinguió por su servicialidad. Se le veía por todos lados del campamento, engrasando las armas, friendo los frijoles de la comida, cuidando que a los caballos no les faltara agua y pastura.

 

 

 

El combate había sido sangriento y más duro que en otras ocasiones. Esta vez también José y sus compañeros cristeros se encontraban en una notable desventaja numérica, ya que los soldados federales eran diez veces más que los defensores de la fe.

 

 

 

¡Mi general, aquí está mi caballo: sálvese usted, aunque a mí me maten! Yo no hago falta, y usted sí.”

 

Le había dicho José Luis, en una rápida y valiente determinación, a su jefe Luis Guízar Morfín, cuando los federales mataron a su caballo de un balazo. Entonces José Luis se acercó sin vacilar, saltó ágilmente de su montura y la entregó a su jefe, quien le dirigió una última mirada de aprecio y, dándole las gracias, se alejó para reunirse con otros cristeros que también se replegaban.

 

 

 

Aquel lunes 6 de febrero de 1928 por la mañana, el grupo de soldados cristeros que comandaba el general Luis Guízar Morfín había sido sorprendido cerca de Cotija, Michoacán, por fuerzas muy superiores en número del general callista Anacleto Guerrero. Los cristeros se vieron obligados a combatir, pero por la escasez de municiones para sus rifles y por ser menos, se iban replegando hacia una loma para organizar su retirada, mientras disparaban las balas de que disponían. La cosa se volvió desesperada en esta ocasión para los cristeros, quienes raramente volvían la espalda al enemigo. Entonces, los que no habían caído muertos huyeron o cayeron prisioneros, y entre estos últimos estaba también José Sánchez del Río.

 

 

 

Me han hecho prisionero porque se me acabó el parque, ¡pero no me he rendido!”

 

Dijo el valiente niño cristero al general Anacleto Guerrero, cuando esa tarde lo llevaron ante su presencia, en el cuartel de Cotija. Normalmente, los soldados del gobierno fusilaban o colgaban de los árboles de la plaza o de los postes de telégrafo a todos los cristeros que capturaban vivos. Actuaban así para asustar y escarmentar a los pacíficos ciudadanos y a todos lo que apoyaran la causa cristera.

 

 

 

Tú lo que eres es un mocoso que no sabe en lo que lo están metiendo. ¿Quién te manda combatir al gobierno? ¿No sabes que eso es un delito que se paga con la muerte?”

 

 

 

Lo reprendió el general callista, en tono amenazador. A continuación, en vez de fusilarlo como a los otros cristeros aprehendidos en el combate, mandó meter a José Luis en la cárcel de Cotija para hacerlo reflexionar y asustarlo, pensando que así dejaría la causa cristera. Ya había pensado que al día siguiente se lo llevaría prisionero a Sahuayo, su lugar natal, para presionar a sus familiares y darle un escarmiento al pueblo católico. Pero Dios tenía también otro plan para valerse de su futuro mártir y recibir la gloria que solamente a Él le es debida.

 

 

 

Desde Cotija, José escribió a su mamá esta hermosa carta:

 

Cotija, Mich., lunes 6 de febrero de 1928.

 

Mi querida mamá:

 

Fui hecho prisionero en combate en este día. Creo que en los momentos actuales voy a morir, pero nada importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios; yo muero muy contento, porque muero en la raya al lado de nuestro Dios. No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica:

 

Antes diles a mis otros dos hermanos que sigan el ejemplo de su hermano el más chico, y tú haz la voluntad de Dios. Ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere y verte antes de morir deseaba.

 

José Sánchez del Río.”

 

 

 

Problemas con los gallos

 

El diputado Rafael Picazo había manchado convirtiéndola de Casa de Dios en un gallinero; allí, el Rafael Picazo guardaba sus gallos de pelea. José se indignó a la vista de aquel ultraje contra la casa de Dios. No lo pensó dos veces y una vez que logró desatar sus manos de las ligaduras, se dedicó esa noche a retorcer el pescuezo de los gallos de Picazo. Acabada su tarea, se recostó en un rincón y se durmió.

 

 

 

El día siguiente, 8 de febrero, al enterarse el diputado Picazo de la suerte que habían corrido sus gallos, se presentó iracundo en la iglesia parroquial y con palabras gruesas e insultos recriminó a José su acción. Éste le contestó:

 

 

 

La casa de Dios es para venir a orar, no para refugio de animales.”

 

Picazo lo amenazó diciéndole que si estaba dispuesto a todo. La respuesta del valiente cristero no se hizo esperar:

 

 

 

A todo. Desde que tomé las armas estoy dispuesto a todo. ¡Fusílame!, para que yo esté luego delante de nuestro Señor y pedirle que te confunda.”

 

 

 

Esto fue la gota que volcó el vaso de la ira en Picazo, aquel enemigo acérrimo de los cristeros. Ahora sí, sin remedio, la muerte de José Luis y la de Lázaro su compañero de prisión, eran seguras. En el transcurso de esa mañana, miércoles 8 de febrero, los familiares de José les llevaron el almuerzo, pero el angustiado Lázaro no tenía apetito ni ánimos. José, que era unos años menor pero poseía mayores ánimos, le dijo entonces:

 

 

 

Ánimo, Lázaro. Vamos comiendo bien. Nos van a dar tiempo para todo y luego nos fusilarán. No te hagas para atrás. Duran nuestras penas mientras cerramos los ojos.”

 

 

 

A las cinco y media de esa tarde sacaron a Lázaro para ahorcarlo y José fue obligado a ponerse junto al árbol de la ejecución. Y colgaron a Lázaro. Al cabo de unos minutos de colgado lo creyeron muerto, bajaron su cuerpo y lo arrastraron al cercano cementerio, donde lo abandonaron. Pero Lázaro no estaba muerto, se reanimó y huyó trabajosamente.

 

 

 

A José lo llevaron allí para asustarlo y ver si renegaba de su fe en Cristo, pero él se dirigió a los verdugos y con gesto enfático les dijo que también a él lo mataran. Sin embargo, al ver que no habían logrado asustarlo ni que renegara, volvieron a meterlo en el templo y allí quedó encerrado solo.

 

 

 

Mi vida por cristo. ¡viva cristo rey!

 

Entre tanto, el papá de José ya estaba haciendo gestiones desesperadas para intentar rescatarlo con dinero. Pero el callista general Guerrero exigía cinco mil pesos a cambio de la libertad de José, una cantidad que en aquel entonces era una fortuna. El afligido padre no podía reunir tan enorme suma, y ofreció en cambio su casa, muebles y cuanto poseía. El diputado Picazo vociferó que de todos modos, con dinero o sin él, “en las barbas de su padre lo mandaría matar”.

 

 

 

Entonces, José se enteró de los esfuerzos que hacía su familia para liberarlo y pidió que no se pagara por su rescate ni un solo centavo. José ya había hecho su resolución de morir antes que traicionar en lo más mínimo a Cristo Rey. Todo el pueblo de Sahuayo sabía lo que pasaba y rezaba por José y su familia. La tensión por lo que se veía que iba a suceder con el niño cristero crecía a medida que pasaban las horas.

 

 

 

Enterado ya de que se había dado la sentencia de muerte contra él, José escribió su última carta y la dirigió a una de sus tías:

 

Sahuayo, 10 de febrero de 1928.

 

Querida tía:

 

Estoy sentenciado a muerte. A las ocho y media de la noche llegará el momento que tanto he deseado. Te doy las gracias por todos los favores que me hiciste tú y Magdalena. No me encuentro capaz de escribir a mi mamá: tú me haces el favor de escribirle. Dile a Magdalena que conseguí que me permitieran verla por última vez y creo que no se negará a venir (para que le llevase la Sagrada Comunión), antes del martirio. Salúdame a todos y tú recibe como siempre y por último el corazón de tu sobrino que mucho te quiere… Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera y Santa María de Guadalupe.

 

Firmado: José Sánchez del Río.

 

 

 

El viernes 10 de febrero de 1928, cerca de las 6 de la tarde, sacaron al valiente niño cristero del templo convertido en prisión y lo trasladaron al cuartel. Al acercarse la hora de su sacrificio, los soldados del gobierno comenzaron por desollarle los pies con un cuchillo, pensando que José se ablandaría con el tormento y terminaría pidiendo clemencia a gritos, pero se equivocaron. Al sentir los tremendos dolores en su propio cuerpo, José pensaba en Cristo en la cruz y se lo ofrecía todo mientras gritaba ¡Viva Cristo Rey!

 

 

 

Dios le dio la fortaleza para caminar hacia el sitio de su martirio gritando vivas a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe, en medio del asombro y edificación de todos los presentes. Llegados al cementerio, se paró al borde de su propia fosa mientras seguía vitoreando a Cristo Rey. Los verdugos acribillaron su cuerpo maltratado a puñaladas, hasta que el capitán de la escolta decidió acabar con todo y disparó con su fusil a la cabeza del mártir, que ya se encontraba derrumbado en la fosa. Sus últimas palabras fueron “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!”

 

 

 

La conmoción y silencio respetuoso de los espectadores eran indescriptibles. Se oían suaves los sollozos de la madre de José, que lo acompañó hasta el último momento mientras rezaba por su hijo. Los habitantes del pueblo nunca habían presenciado algo semejante; los mismos soldados federales, que actuaron de mala gana obedeciendo las órdenes, estaban admirados de tanta valentía.

 

 

 

El cuerpo del niño mártir cayó en la fosa y quedó ahí sepultado como el de un animal, sin ataúd ni mortaja. Así recibió directamente las paladas de tierra. Eran las 11:30 de la noche del viernes 10 de febrero de 1928. El mártir de Cristo Rey entraba en la gloria, pero dejaba a todos sus paisanos y a los demás compañeros cristeros un ejemplo de valentía y de fidelidad a la santa causa, que sólo se podía explicar sabiendo que el mismo Jesucristo le había dado la fortaleza para comportarse como un auténtico mártir.